Tengo treinta y ocho años, dos hijos en edad pre-escolar y un perro al que nadie de la familia hace caso; también tengo un marido inexistente, el cual no me merezco y que no puede vivir sin mí. Sé que soy imprescindible, que si yo no estuviera en la vida diaria de esta familia esta quedaría detenida en el tiempo y en el espacio como si de física cuántica se tratara. Tal vez solo por eso continuo aquí, como en un bucle sin salida y sin conocimiento de esta realidad por parte ajena a mí.
Explico a mi hijo, desde mi único y limitado mundo de mujer, como la Patagonia se deshace en dos al partir el filete de América del Sur convertido en cena. Tiemblo mientras doy forma al puré de patata y separo Estados Unidos de Canadá, sé que siempre es difícil ser imparcial en los repartos, eso no es justo y no veo el momento de que lleguen mis minutos de descanso merecido como cuando sueño que me quedo buceando en mis envidiados momentos de tranquilidad personal que nunca llegan. Formulo demasiadas preguntas para una mujer que ignora casi todas las respuestas posibles.
Mi marido, cada noche tras cruzar la puerta de entrada recorre su trayecto habitual hasta el sofá y así día tras día sin ninguna diferencia al día anterior. El perro ladra reclamando un paseo, y yo, docilmente, le pongo el collar y camino por las solitarias calles del barrio sin un destino claro. De regreso, mis pensamientos toman forma inesperada, no es que me importe sacar al perro, ni hacer la comida, ni lavar la ropa, ni encontrarme sola educando a mis hijos. Es algo que va más allá... algo como, no sé,...
Al final todo se me hace sencillo a la vez que definitivo, sin levantar sospecha alguna, abro el cajón de la cómoda, cojo el sobre con el dinero en efectivo de la mensualidad y paga extra de mi marido recién cobrado en el día de ayer y tras un largo silencio....
Miguel!, me voy a por tabaco.
Miguel!, me voy a por tabaco.