En este cementerio no hay tristeza, ni tampoco soledad, ni alegría, ni los muertos permanecen, ni los vivos se acercan de visita, ya solo queda barro. Solo hay serenidad imperturbable, como una niebla fina flotando sobre lápidas y estatuas, que tantas cosas en silencio gritan.
Las fechas ya no hablan, ¿qué han de decirnos?, nació, murió, la edad, y los días ni definen al muerto cuando muerto, ni perfilan su imagen cuando en vida. Los nombres guardan un recuerdo en piedra casi siempre perdido en la brisa de cualquier día nublado o soleado. Sobre la tierra, el mármol o el granito, la división de clases, jerarquías, y es más bien para el beneficio de los vivos, los muertos ya igualados en cenizas, incapaces de ver la diferencia entre rosas lozanas o marchitas.
Trepa la hiedra por los muros pardos de la vieja capilla, reliquia del pasado, que ha quedado en el ayer dormida.
La hiedra, vivo abrazo de todo lo que una vez vivió, y que ahora ya está sin vida. Siempre el ciprés, viejo centinela, más sin saber por qué o a quién vigila.
El cementerio es hoy ese sosiego que sigue al abandono, a la partida, cuando el dolor ya se ha desvanecido y se vuelve de nuevo a la rutina.