Saliendo de la taberna y de camino a casa, el cielo ya delataba una mar algo inestable para mañana, pero no muy diferente de lo habitual durante los meses de invierno.
En la embarcación todo estaba preparado y solo quedaba dejar cinco piedras en el portal, a modo de aviso, para que el sereno a las cinco de la madrugada lo despertase como de costumbre.
Ropa de lana color azul marino, tupida y untada con esmero en aceite de linaza era la mejor prenda contra las inclemencias del tiempo en el mar.
Mientras esperaba a los tres marineros que le acompañaban en sus faenas de pesca, encendía su pipa cargada de aquel tabaco del cual él desconocía su procedencia y que a la vez tanto le relajaba durante todo un día de duro trabajo en la mar.
Como si de un desafío a Neptuno se tratase, las olas y el estado de la mar iban empeorando por momentos. Genís ordenó seguir con la pesca y apurar al máximo el retorno a puerto. La navegación ya era muy complicada en un mar deshecho y en el que los marineros perdían el control de su propio equilibrio y el gobierno de la embarcación en manos ya de la deriva. Mientras, en el puerto, otros cautos pescadores que ya habían retornado, amigos y familiares, se amontonaban viendo ante sus ojos como aquella barca de pesca, la más importante del lugar, era incapaz de dominar aquella mar brava.
Los gritos desesperados de socorro no llegaban a destino, los cabos lanzados desde el muelle tampoco conseguían llegar a su meta, a los pocos minutos el barco pesquero con sus 4 tripulantes se estrellaban contra las rocas perdiendo la vida ante sus seres más queridos sin que nadie hubiese logrado hacer nada por ellos.
Sus cuerpos permanecen desde el 20 de Noviembre de 1900 en el cementerio, sin inscripciones en las tumbas, en lo alto de la colina del pequeño pueblo pesquero.