Aquel día me levanté muy temprano, hice bastantes kilómetros con coche, caminé un buen rato por la montaña, pasé por debajo de una cascada, seguí a media altura de la garganta hasta llegar aquí. No había carretera alguna y el camino se perdía entre la maleza, era la casa donde había vivido el último ermitaño de aquellas montañas.
Rodeada de selva y situada encima de un peñasco, colgaba tan inaccesible como siempre, la casa de las lianas. Las lianas de la selva se apoderaban de ella, era otoño y los colores que la envolvían transmitían una magia especial. Un paraje de una pureza rotunda y que pude comprobar, cerca de la casa había la fuente natural que abastecía la vivienda, sus aguas eran cristalinas y de una calidad extrema, en el interior de la pica nadaban tritones y ello es un conocido bioindicador de la pureza de aquella agua única. Exageradamente solitario era aquel ermitaño, cuando murió, no dejó ningún recuerdo ni muestra de sus años vividos en aquel paraje, quizás nadie llego a saber de su existencia en tan recóndito lugar. Todo volvía a sus orígenes, en manos de una naturaleza fuerte y conquistadora.
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